lunes, 9 de junio de 2008

Debemos preservar los espacios de la creación


* de Jean-Luc LAGARCE (1957-1995): figura sobresaliente de la dramaturgia francesa del S. XX.


Debemos preservar los espacios de la creación, los lugares de lujo del pensamiento, los lugares de lo superficial, los lugares donde se inventa aquello que todavía no existe, los lugares de interrogación sobre el pasado, los lugares del cuestionamiento. Son nuestra hermosa propiedad, nuestras casas, las de todos y cada uno. Los impresionantes edificios de la certeza definitiva, ésos, sobran, cesemos entonces de construirlos. La conmemoración puede ser algo vivo, el recuerdo también puede ser feliz o terrible. No hay por qué murmurar el pasado o caminarlo en puntas de pie. Nuestro deber es hacer ruido. Tenemos que conservar en el centro de nuestro mundo el lugar para nuestras incertidumbres, el lugar de nuestra fragilidad, de nuestras dificultades para decir o escuchar. Debemos permanecer dubitativos y permanecer así, en la duda, frente a los discursos violentos o amables de los perentorios profesionales, de las lógicas económicas, de los asesores, de los hábiles y los vivos, de nuestros señores consensuales.

No podemos contentarnos con tener o no limpia la conciencia frente a la barbarie de los otros, la barbarie está en nosotros mismos y sólo nos pide que nos devastemos, que explotemos en lo más profundo de nuestro espíritu y nos fundamos en el Otro. Tenemos que ser cuidadosos ante el mundo, y ser cuidadosos ante el mundo es sobre todo ser cuidadosos ante nosotros mismos. Tenemos que cuidarnos del mal y el odio que mamamos en secreto sin saberlo, sin querer saberlo, sin siquiera osar imaginarlo, el odio subterráneo, silencioso, que espera que le llegue el turno de devorarnos y utilizarnos para devorar enemigos inocentes. Los espacios del Arte pueden alejarnos del miedo y cuando se tiene menos miedo, se es menos malo.

No debemos ser amnésicos, pero no dejar de ser amnésicos todos los días a las siete de la tarde, a la hora de nuestra plegaria y de nuestros perdones colectivos. No ser amnésicos no consiste solamente en mirar cómo el pasado se aleja lentamente de nosotros, nuestra hermosa convalecencia, no ser amnésico es mirarnos a los ojos hoy, en el día de hoy, y mirarnos además mañana; no ver nada, no pretenderlo, dejar de afirmar, pero caminar de todas maneras, conservar la mirada clara, el caminar lento y seguir sonriendo, apacibles, por no estar seguros de nada.

Una sociedad, una ciudad, una civilización que renuncia al Arte, que se aleja de él, en nombre de la cobardía, de la holgazanería inconfesable, de la falta de perspectiva dormida sobre sí misma, que renuncia al patrimonio del mañana, al patrimonio del devenir, para contentarse, en la autosatisfacción más beata, con los valores que cree haber forjado y que en realidad simplemente heredó, ésa sociedad renuncia al riesgo, se aleja de su única verdad, olvida por anticipado construir su futuro, renuncia a su potencial, a su palabra, no dice nada ni a los otros ni a sí misma.

Una sociedad, una ciudad, una civilización que renuncia a su cuota parte de imprevistos, a su margen, a sus plazos, a sus dudas, a su desenvoltura y que no renuncia ni siquiera un instante a producir sin reflexionar; una sociedad que deja de reírse aunque sea un poco, a pesar de la desgracia y el desarraigo, de sus propias inquietudes y de su soledad, es una sociedad que se contenta de sí misma, que se libra por entero a la contemplación mórbida y orgullosa de su propia imagen, a la contemplación inmóvil de su propia y mentirosa imagen. Niega sus errores, su fealdad, y sus fracasos, se los auto-oculta, se cree hermosa y perfecta, se miente. Y sólo entonces avara y mezquina, la cabeza hueca, la imagunación ahorrada, desaparece y se devora, destruye lo que es de otros, y por mucho que le cueste admitirlo se reduce y se ahoga en su propio recuerdo, en la idea que proyecta de sí misma. Se vuelve presumida y triste, nutrida con sus propias ilusiones, segura de su brillo propio, sin continuación ni descendencia, sin historia futura y sin espíritu. Es magnífica, se lo cree porque así lo dice y es la única que lo escucha. Está muerta.


Traducción: Laura Pouso. De la colección Homenaje. Editorial Atuel. Bs. As. 2007